23 enero, 2007

Trilogía a volcanes: Ipala, Monterrico y Culma

Serie natural
Eran las 6:30 de la mañana del sábado 17 de julio. Justamente el día y hora acordados por la Asociación Guatemalteca de Andinismo, para llevar a cabo el ascenso a los volcanes Ipala, Culma y Monterrico.
Como es habitual dentro de la cultura
guatemalteca, algunos de los que nos habíamos dado cita puntualmente en el Polideportivo, tuvimos que esperar alrededor de dos horas a aquellos que se manejan bajo el concepto de la “hora chapina”.
Alrededor de las 8:30, ya había un nutrido grupo de montañistas que bien superaba en número los 30 y por fin se dio la orden de salida por parte de Manuel, coordinador de la actividad. La larga espera había finalizado y daba paso a la ansiedad de llegar lo más pronto posible a nuestro destino y dar inicio a la trilogía montañista.
Conforme el bus fue avanzando hacia carretera a El Salvador se fue despejando el cielo y también las dudas de aquellos que antes de partir habían augurado lluvia durante nuestra travesía.
Tras una parada técnica en Cuilapa, el bus continuó su camino hacia el sur oriente del país. Minutos antes de llegar a Agua
Blanca, Jutiapa, tuvimos nuestro primer encuentro con el volcán Culma. La urgencia por iniciar la aventura hizo estallar a todos en el grito unisono de ¡de una vez!, ¡de una vez!, ¡de una vez!, lo cual no dejó dudas de que el ánimo de los montañistas estaba en su pico más alto, pues si se hubiera podido medir en ese momento, superaba con creces el tamaño de cualquier volcán. Pero todavía había que esperar, pues la primera cita sería con el volcán de Ipala, que no tardaría mucho en aparecer a la vista de los sedientos excursionistas.
El bus se adentró en las orillas del Volcán y poco a poco la naturaleza nos fue dando la bienvenida con caminos de terracería y robusta flora. A eso de las 11:30 llegamos al Ipala. Los silbidos y aplausos, fueron un buen ejercicio para descargar un poco de adrenalina.
Ajustadas las mochilas y el resto de implementos para iniciar el ascenso, nos encomendamos al
creador a través de la oración del montañista. Recién iniciada la caminata, el desenfrenado deseo por conquistar las alturas, hizo pronto de nosotros su presa y nos llevó a explorar nuevos senderos que minutos después dejaron claro que no había sido buena idea “nos perdimos”. Retomando el camino y habiendo aprendido que más vale lo viejo conocido que lo nuevo por conocer, pronto nos vimos adentrados en las alturas que nos invitaban a descansar y quedarnos contemplando los distintos paisajes a lo largo del trayecto. Ver hacia abajo, era un buen sustituto del altímetro para darnos cuenta de todo lo que habíamos avanzado en poco tiempo. Esto, además de alimentar el estimulo por llegar hasta arriba, nos hacía desestimar el peso de las mochilas, el terreno escarpado por las piedras, el lodo y otro elemento propio del ganado que circula por el lugar ¿dije caca?.
Sin darnos cuenta, la majestuosidad de la laguna de Ipala apareció ante nuestros ojos al
finalizar la vuelta en una vereda. En cuestión de minutos nos acercamos a la orilla, para vernos reflejados en este inmenso espejo de agua dulce cuyo sigiloso oleaje acariciaba nuestros pies como una seducción a quitarnos la ropa y a refrescarnos tras nuestro agotador ascenso. Claro, eso fue lo que precisamente hicimos.
Después del chapuzón y de haber armado las carpas, algunos nos dirigimos por el sendero interpretativo que conduce hacia el mirador. Boquiabiertos contemplamos la laguna a plenitud y posteriormente regresamos al campamento, no sin antes detenernos a mirar el hermoso atardecer matizado de color rojizo que cobraba más realce con la silueta del volcán suchitán.
Conforme la noche llegó, apareció el viento que si bien es cierto, se incrementó con el paso de las horas, no fue motivo para desistir en hacer la fogata para calentar un poco de café, chocolate, frijolitos y servir de marco para bromear momentos antes
de ir a dormir.Entrada la noche, pudimos saludar a dos intrépidos montañistas que sin otra compañía más que la de la luna y las estrellas, se dieron a la tarea de ascender el Ipala en horas de la noche para unirse al grupo.
La noche transcurrió sin novedad y cuando dieron las 6:15 del día siguiente, se dio el aviso de ¡15 minutos para iniciar ascenso a la cumbre!. No hubo necesidad de despertar a nadie, pues la propia naturaleza se había encargado de hacerlo a temprana hora, a través del melodioso canto de los pájaros.
La llegada a la cumbre del Ipala fue una parte de la travesía que nunca se me va a olvidar, por dos razones:
Por ser una reserva casi nadie puede llegar hasta la parte más alta, incluso por un momento peligró nuestro anhelo, ante la negativa del guardabosques de
dejarnos avanzar más allá de cierto punto. Gracias a Dios, cedió. Eso me permitió contemplar lo que para mi ha sido, el contacto más cercano con lo que realmente es la naturaleza y el aire puro en un bosque virgen. No está demás decir que si bien es cierto, eran las 10am, el nutrido bosque impedía el paso de los rayos del sol y daba la sensación de que eran las 5pm. Eso me hizo recordar el poema de Humberto Ak’abal que dice: “En los barrancos amanece tarde y la noche entra temprano, allí los días son chiquitos”
El mojón que marcaba los 1650 metros de altura del volcán fue el escenario para celebrar la bienvenida de los nuevos montañistas. Un poco de agua de la laguna y tierra de la reserva sobre la cabeza, dieron por sentado el protocolo.
Finalizados los actos de cumbre, nos dirigimos hacia el campamento a orillas del lago, desarmamos carpas, hicimos mochilas e iniciamos el descenso.
En menos de una hora dejamos atrás el Ipala y nos encontramos inmersos en nuestro siguiente destino “El Monterrico”. A pesar de que tanto este volcán
como el siguiente, solamente requerían mochila de asalto, algunos del grupo decidieron no participar y guardar energías en la aldea, para ser parte de la última parada de la trilogía.
25 minutos bastaron para vernos en la cumbre y celebrar los actos respectivos entre las siembras de maíz y frijol. Posteriormente, tomamos un minuto para contemplar el paisaje que incluía la laguna de Guija, compartida entre Guatemala y El Salvador. Inmediatamente iniciamos el descenso y nos dirigimos a abordar el bus para trasladarnos hacia nuestra última parada “El Culma”. Era el momento de finalizar algo que había quedado pendiente cuando ibamos para Ipala.
Como el tiempo apremiaba, solo había tiempo para llegar a la cima, celebrar los actos respectivos y apresurarnos a descender para dirigirnos a la capital.
Luego de superar el alambrado que resguarda el área, nos vimos abrazados por la vegetación. Las plantas con espinas, parecían hablar el lenguaje del volcán que nos decía ¡no va a ser tan fácil! y efectivamente no lo fue, pero ¿saben qué? Llegamos a la cumbre y dimos por finalizada la trilogía.Hoy, al momento de recordar lo vivido durante esta experiencia y otras a lo largo de mi vida mientras escribo estás líneas, solamente tengo lugar para un pensamiento en mi cabeza ¡Cuando Dios hizo Guatemala, definitivamente estaba en su mejor momento!